Canina Fábula. Guadalupe Dueñas

Un san Bernardo sin muelas, viejo como una encina, lo recibió en la puerta. El recién llegado iba a retroceder cuando la voz del notario sonó tranquilizadora:
--Pase, joven, pase. No tenga miedo, es un animal muy noble.
El muy noble le huele el susto y con la leonada cabeza le va dando empellones por todo el patio hasta meterlo en la sala donde otros dos ejemplares chatos, tipo gángster, lo amenazan con la doble carrillera de sus fauces tendidas de oreja a oreja.
Pasan entre sus piernas con la furia de un ciclón, acometen al muchacho y casi lo derriban. Perseguido por la rugiente furia escala una baranda, lo suficientemente baja como para que el san Bernardo se limpie las babas en sus pantalones ante la impasibilidad del dueño de la casa.
Los otros dos, sobre las patas traseras, empujan sus evidentes y animales tarascadas. Cuando pasan junto al san Bernardo se hacen disimulados como si no lo conocieran y enfocan contra el huésped su inteligencia proverbial.
El muchacho calcula la distancia del barandal a la puerta… Si apareciera un pretil salvador, una cornisa amiga, pero nada: el patio y la lisa soledad de los muros. Los perros se aconsejan y sientan plaza de dragones al lado de la puerta.
Su alarma crece al observar que van y vienen desde la orilla del incómodo refugio hasta la, ¡ay!, inexpugnable salida, lo olfatean y ladran de risa.
Sus tres enemigos están de acuerdo en acribillarlo a dentelladas.
¿Qué puede hacer un hombre de carácter cuando está a punto de morir, sino entregarse a la meditación?


Él tenía ideas muy particulares acerca de estos animales. Pensaba, por ejemplo, que vivían imaginando las calles con aspecto de selva, el suficiente para devorar a las personas. Desde aquel diminuto ejemplar, pelo de alambre, que le obsequiaron cuando cumplió cinco años, quedó expuesto al giro de sus reflexiones. El cachorro que parecía un juguete, apenas lo vio sin madre, le mordió con ímpetu las pantorrillas. Por eso su terror desandaba calles y calles para evitar el encuentro con algún perro. Cuando los vía venir, cambiaba de acera apresuradamente y repetía su movimiento de defensa cuantas veces lo amagaba una nueva sombra.
En vano conoció diversas historias de perros fieles y los vio afanarse en películas donde superaban la inteligencia del hombre. No lo convenció la existencia de famosos cementerios exclusivos donde los más poéticos epitafios son innegable testimonio de su aprecio. Tampoco lo disuadieron un tratado notable sobre el cielo de los perros y hasta una tesis que plantea la posibilidad de que tengan espíritu. Además, leyó importantes estudios especializados donde se afirma que sólo les falta un grado para ser hombres, como hay hombres a los que falta un grado para ser perros. Aprendió poesías que ponderaban su amistad y desgarradoras melopeas con música de viento. Difería en absoluto de opinión. Achacaba el entusiasmo al romanticismo de algunas solteronas que se equivocan, como con los gatos: por más que afirman que son machos, invariablemente tienen gatitos.
El encomio de estos lobos sueltos en las ciudades proviene del rencor de los que detestan la compañía de sus semejantes.
Para él, serían siempre animales de presa con inteligencia diabólica que olían el terror y adivinaban el pensamiento. Vulnerables al soborno como cualquier juez de distrito.
Tampoco creía en su famoso olfato perspicaz, insuficiente para distinguir si un alimento está envenenado; pues se lo almuerzan con la misma ingenuidad que Esaú su plato de lentejas. Monstruos llenos de malicia, ávidos de lo siniestro. Hasta el pekinés abominable adivinaba su cobardía.
¿Y aquel grande de plomo reluciente que estiraba el cuello por la reja hasta la cintura y cómodamente mordía a los que pasaban?
¿Y el maltés al que le dio rabia y se comió enterita a su patrona?
¿Y el perro policía que se fugó con los ladrones?
¿Qué opinar del salchicha que devoraba tres quilos de chorizo y arruinó al pobre carnicero?
Él estaba en lo justo. Hasta el demonio era afecto a encarar su figura.
Lo intolerable, lo que verdaderamente odiaba, era que Elena, si se puede decir, salía a pasear de la mano de un galgo. ¿Sabría ella de su miedo?
Entre nubes oye al notario dictar y dictar y preguntarle si se siente indispuesto; pero en ese momento lo acechan los seis ojos de brillo inquietante, lo ven madurar y esperan.
Lo urgente es permanecer ahí, que nadie lo obligue a descender.
El letrado alza los ojos:
--¡Aquí está la escritura!
El muchacho se aferra a los balaustres como San Marcos a su león.
--Tenga—repite el abogado; pero el joven con vigor repentino, plantea negocios fantásticos gasta palabras por más de dos horas para entretener al buen hombre y esperar a que mueran lo perros.
Sorprendido el licenciado por su inusitada locuacidad lo ve con desconfianza: “Hablar desde el barandal no es de personas decentes” y piensa en pértigas, grúas, para echarlo fuera de la casa.
Como llovido laurel, el encaramado suda e inventa. Envía telegramas de despedida a su madre, a Elena. Sueña con que algún terremoto convierta en cariátides a los canes. ¡Pero no bajará, no se irá nunca, aunque anochezca! Se plantará ahí para siempre; hasta que entierren los perros.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vi una película, se llama "Me gustaría conocerte". ¿Qué dices? Por cartas, si te llama la atención la idea de tener un amigo nuevo. Las cartas funcionan.

peristi (esa el la palabra que tengo que poner para poder dejarte este mensaje)

¿Cuál es la que debo de mandar para que aceptes la propuesta?

Me adelanto un poco: Por favor... ¿era esa?

Anónimo dijo...

¡Rayos! Por favor no es una palabra:

porfavor

Listo.

Así está mejor, ¿qué no?